Teoría sobre el ciberacoso

 

¿Por qué hostiga una persona a otra a través de internet? La respuesta no es sencilla, supongo. Pero los medios como las redes sociales ofrecen facilidades como pocos para dirigir contra alguien en particular toda la frustración, la ira y el rencor que tarde o temprano bullen dentro del ser humano. Son muy accesibles, fáciles de usar, prácticamente gratuitas, instantáneas, omnipresentes y, sobre todo, permiten un alto grado de anonimato.

Resulta posible rastrear al creador de algún comentario malintencionado. Sin embargo, falsear perfiles, datos o fotografías es una práctica común aprovechada tanto por estafadores cibernéticos y vendedores de artículos robados como por amargados y depredadores sexuales. A la facilidad para ocultar la verdadera identidad —aun con el nombre real, muchas veces se es un desconocido para el blanco del ataque u otros usuarios— se suma la distancia, la distancia física y emocional.

En Facebook no se necesita dar la cara a fin de insultar o menospreciar a un ser humano, ni siquiera encontrarse físicamente cerca. Es más, el proceso se parece a un videojuego donde se siente el poder pero no el impacto provocado. Eso en sicología social se llama desindividualización.

Cuando se activa el mecanismo de la desindividualización se bloquea la conciencia personal en un marco grupal de anonimato, de atención fija en sucesos externos, de modelos de comportamiento, incitación fisiológica y una menor sensación de responsabilidad individual. Pero en las redes sociales eso puede suceder repetidamente en la comunidad que una pantalla representa. Al golpear físicamente a alguien se aprecia la herida, al atacar por internet no.

Menciono lo anterior a raíz de que esta semana la juarense Fernanda Ruiz Aguilar reportó mediante las redes sociales ser objeto de ciberbullying -ese acoso sostenido o colectivo a través de platafornas tecnológicas- por parte de un grupo específico. La conductora de Social Channel, de 30 años, se describe en su página de Facebook como conferencista motivacional, escritora y filántropa. Es licenciada en sicología y ciencias de comunicación, exfuncionaria estatal, creadora de la Fundación Caritá, además de haber recibido varios reconocimientos de diverso nivel, entre ellos el Premio Nacional de la Juventud 2014. Ah sí, según artículo periodístico también tiene una desviación en la columna.

Con silla de ruedas y todo, Ruiz Aguilar es una persona acostumbrada a concentrar su energía en lo que puede hacer, no en lo que no. Durante los años más álgidos de la violencia en la frontera su ejemplo de superación constituyó un bálsamo de esperanza y optimismo en una ciudad víctima del miedo.

Pero ella misma ha reconocido en entrevistas lo mucho que falta para erradicar la discriminación y ser vista como una persona normal aquí. Eso nos remite de nuevo al tema del hostigamiento. Los seres humanos solemos ensañarnos con lo que nos parece diferente. ¿La razón? Quizá temamos nuestra propia singularidad, adoptando un papel de sapos cómodos ante la perspectiva de arriesgarnos a no encajar en supuestas expectativas grupales. Y cuando alguien osa ser diferente lo atacamos con todo. No vaya a despertar –¡de ninguna manera!— nuestras posibilidades dormidas.

En una sociedad donde la enorme mayoría de las personas con capacidades diferentes permanecen encerradas en sus hogares ante la falta de infraestructura y oportunidades, donde —sobre todo en el caso de las mujeres— se venera una inalcanzable perfección física que sólo beneficia a las industrias del embellecimiento, se reduce la posibilidad de conocer el valor y potencial de seres humanos con movilidad motriz distinta a la norma. Irónicamente, todos perdemos al no convivir con personas cuyo sólo trato nos enseña lo ilimitado de la belleza de estar vivos.

Además agredir está de moda. Por imitación, gusto, por costumbre, porque sí. Nos comunicamos a través de agresiones verbales o físicas, en persona o por cualquier medio. Descalificar, ofender o amenazar se vuelve una forma de seudoempoderamiento con la cual nos sentimos fuertes y valientes. Si el objeto de nuestra agresividad no puede contestarnos, mejor. Hasta ahí nuestra autoestima y misericordia. Nosotros nos libramos de la incómoda frustración, de la ira. O creemos eliminarlas.

Si nosotros mismos no creemos haber recibido lo que merecemos —un concepto generacional— por parte del sistema, sintiéndonos víctimas de abuso de quienes más tienen, ¿cómo desarrollamos empatía hacia las personas vulnerables? Cuando padezcamos alguna enfermedad entenderemos el regalo de la salud, lo ilusorio de la capacidad física, el ser humano pleno que puede existir a pesar de no tener la agilidad del adolescente promedio. De nuevo, eso lo da la experiencia y el contacto respetuoso con modelos en esas condiciones.

Una mujer de mirada reluciente que se mueve en silla de ruedas nos obliga a reflexionar asimismo sobre nuestra propia vida. Si podemos caminar, correr y hasta intentar bailar raggaeton sin dar importancia a tales hechos, ¿por qué no somos tan felices como se ve ella? ¿Por qué no tenemos también un blog? ¿Por qué nosotros no sabemos hablar en público, no viajamos? Las preguntas incómodas desaparecen al descalificar a la fuente. En comparación, por un breve momento nos sentimos falsamente superiores.

Con la madurez, claro, va desapareciendo esa mentalidad, conforme entendemos el valor intrínseco del ser humano y que con cada menosprecio hacia otra persona de alguna manera estamos despreciándonos nosotros mismos.

Pero las redes sociales no suelen rebosar ni de corrección política ni de generosidad. En nuestro país, al menos, muchas veces el nivel de los comentarios deja entrever una profunda ira y suspicacia hacia todo. Para grandes grupos de mexicanos internet está haciendo las veces de un vehículo de manifestación de desencanto social de generaciones que al parecer recién están descubriendo su libertad de expresión, con todo el abuso y polémica que ello pueda constituir. Evidentemente, necesitamos brindar activides positivas que ofrezcan sensación de logro y pertenencia a esos jóvenes porque la mayoría de los usuarios de las redes sociales lo son resentidos.

Ruiz Aguilar nos está enseñando a no guardar silencio ante el acoso cibernético. Según información de El Diario, ella se ha topado con la falta de regulaciones sobre el tema, la inexperiencia policial al respecto y las minimizaciones de cientos de mensajes ofensivos o perjudiciales.

Afortunadamente, ya están registrándose parteaguas en este delito tan globalizado. La presente semana, por ejemplo, en Estados Unidos se dictó sentencia de 15 meses de cárcel para una mujer que animó con mensajes de texto a su novio a suicidarse. Él se quitó la vida a los 18 años de edad.

La prevención del ciberhostigamiento es un camino que empieza. Pero es importante. El mundo virtual constituye una extensión de nuestros espacios físicos, una comunidad tan real como la de nuestras soleadas calles. En ambas debemos practicar una cultura de respeto. Todos.

Fuente: Diario.mx

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